El peligro de ciudades demasiado inteligentes y poco humanas
En el marco del II Congreso de Ciudades Inteligentes celebrado en Madrid, se reabre el debate sobre los retos (y los límites) de una concepción exclusivamente tecnológica de la ciudad. ¿Ciudades inteligentes o ciudadanos inteligentes? En encuentros como este, se puede comprobar la evolución del debate y del concepto de ciudadanía inteligente.
Después de unos años en los que la perspectiva dominante ha sido la tecnológica, han ido ganando protagonismo aquellos planteamientos que ponen el foco en el ciudadano como epicentro. Hablamos del paso de un ciudadano-consumidor, que se limitaba a usar la tecnología y convertirse en emisor de datos, a un ciudadano inteligente que hace un uso activo de todas las herramientas que tiene a su alcance. Y que protagoniza su condición de ciudadanía con una tecnología que le permite reapropiarse de la ciudad, de sus espacios públicos, de sus servicios.
En el origen del debate se sitúa el urbanista Dan Hill, que afirmaba que “la ciudad inteligente es una idea equivocada presentada del modo equivocado a la gente equivocada”. Según Hill, todo el debate alrededor de las ciudades inteligentes aún no ha sido capaz de responder a algo tan sencillo como cuál será el impacto que la adopción de las tecnologías por parte de las ciudades tendrá en el día a día de las personas que viven en ellas.
Esta es una de las ideas que The Guardian recogía en un artículo en el que se exponían los peligros que las ciudades inteligentes podrían tener para el futuro de la democracia. Sensores que permiten un control excesivo sobre la ciudadanía, políticos que toman decisiones amparándose en lo que dicen los datos y que por tanto rehúyen de su responsabilidad, o grandes firmas tecnológicas diseñando las mejores soluciones para las ciudades al margen de sus habitantes, entidades sociales y Gobiernos, serían algunos ejemplos.
Esta visión crítica tiene cierto recorrido. Ya en 2013, Adam Greenfiled, autor del libro Contra las ciudades inteligentes, apuntaba que la idea de ciudad inteligente había sido desarrollada e imaginada casi íntegramente por empresas privadas. Esto no sólo es indicativo de los intereses económicos que se mueven detrás de estas innovaciones tecnológicas, sino de lo desconectadas que pueden llegar a estar de los retos a los que realmente se enfrentan hoy las ciudades. Un diseño idílico y que ofrece soluciones genéricas a problemas complejos y muy específicos, como alertaba el geógrafo y urbanista Jordi Borja.
El resultado de este debate crítico es que cada vez más voces, y desde diferentes sectores, cuestionan el concepto exclusivamente tecnológico de las ciudades inteligentes y sus retornos en términos de eficacia económica (al mejorar la gestión de la ciudad) y, también, en términos de gobernanza ciudadana. Es cierto que la coyuntura de crisis económica no ha ayudado. Pero el principal motivo es que el concepto despierta dudas y recelos diversos en una parte muy significativa de la ciudadanía.
Parece obvio que focalizar la visión de futuro de las ciudades alrededor de la eficiencia no es suficiente. Las respuestas a muchas de las demandas ciudadanas se pueden obtener a partir de la tecnología, pero no pueden ser sólo tecnológicas. De hecho, cada vez existen más dudas respecto a que el concepto de ciudad inteligente deba estar únicamente vinculado a las innovaciones en este plano. Un ejemplo es Peterborough, ciudad premiada con el Smart City Award 2015. Esta localidad inglesa puso en marcha su proyecto Peterborough DNA con el objetivo de avanzar hacia el concepto de ciudad inteligente, pero poniendo a las personas en el centro de la propuesta. No perseguían introducir nuevas tecnologías, sino descubrir cuáles eran las demandas y las soluciones propuestas por los ciudadanos. Esto se ha traducido en distintas iniciativas muy concretas, como la que pretende convertir a Peterborough en la primera ciudad con una economía 100 % circular del Reino Unido.
Estamos ante un cambio de planteamiento que pretende aprovechar las virtudes de la tecnología para resolver problemas sociales. No imagina la ciudad como un sistema que debe ser automatizado y controlado, sino como un ecosistema diverso e incontrolable del que debemos estar aprendiendo constantemente, y al que es necesario adaptarse. Ciudades que evolucionan, se transforman, y que, hasta cierto punto, son impredecibles. Ciudades humanas que necesitan tecnología adaptada a sus necesidades.
Parece evidente que, sin la complicidad de la ciudadanía, el desarrollo de las ciudades inteligentes es más que improbable. Como apuntaba el propio Hill, “las ciudades inteligentes serán aceptables en la medida que sigan un enfoque de abajo a arriba, dirigido por los ciudadanos”. Por ello, es fundamental facilitar y promover el acceso a herramientas y mecanismos que permitan el codiseño de las ciudades; no sólo otorgar a los habitantes un rol pasivo como usuarios de las tecnologías, sino aprovechar su condición de ciudadanos inteligentes e involucrarles en un proceso compartido.
La manera como imaginamos la ciudad inteligente es, en realidad, otra forma más de proyectar cómo imaginamos la sociedad. Congresos como el que se está celebrando en Madrid deben ayudarnos a seguir avanzando en la definición de estas ciudades humanas. ¿Y si avanzamos de la ciudad inteligente a la ciudad humana?
Fuente: https://elpais.com/elpais/2016/04/13/planeta_futuro/1460545060_075298.html
1 comentario
Bárbara Marinho
Soy maestra de lengua extranjera español, así como, de lenguas, inglesa y portuguesa.
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Bárbara Msrinho.
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